EXCELENCIAS DE UN PARAÍSO EN BLANCO Y NEGRO

“La alegría del mundo es breve; la de aquellos que sirven a Dios no tendrá fin”.  (S. Juan Bautista de La Salle)  

¡Qué lejos las horas y los días de nuestra infancia! Qué lejano el tiempo de los  juegos en plena calle, o en el parque, o aquellos en los que nos bajábamos al río  tratando de pescar algún renacuajo; porque entonces, el Riansares era río de agua.  Qué lejos las horas del marro, en la Plaza de los Mártires, o las noches estivales  jugando al escondite en plena calle; entonces éramos protagonistas y con nuestra  alegría alegrábamos la vida de las vecinas, sentadas en la puerta tomando el fresco.  

¡Qué remotas las mañanas escolares en el colegio de las monjas, primero! Allí,  iniciamos la aventura del saber y sus geografías, primorosamente vestidas con nuestro  uniforme blanco de tablas. La imagen de mi madre colocando las tablas para  plancharlas emerge en la memoria con una asombrosa nitidez. Tanto como el candor y  la ternura de sus manos colocándome el lazo azul que adornaba el cuello blanco,  perfectamente almidonado. El azul y blanco de los uniformes; pero también, el azul y  el negro de los hábitos de las monjas. El largo manto negro cubriendo sus espaldas; y,  dentro, ellas mismas enfundadas en los hábitos de lana azules: blasonadas con la  imagen de la Inmaculada Concepción, las vestía de un enigmático misterio. A su lado,  aprendimos la arquitectura y la voz de los alfabetos; allí empezamos a escribir y a  pronunciar nuestro nombre: en la mesa, frente a sor Josefa, con el libro en la mano: la  b con la a, ba; la b con e, be… Así hasta que de todos aquellos balbuceos despuntó  un alfabeto. Allí, en ese paraíso azul y blanco comenzamos, casi ajenas a esa  empresa, la aventura de ser nosotras mismas. ¡Qué lejos la infancia! O no. Con la  misma viveza de ayer recuerdo sus perfiles y cada uno despunta con el mismo color y  el calor de entonces.  

Y del paraíso en azul y negro, a otro en blanco y negro, el de los Hermanos de  La Salle. Desde que llegaron al pueblo en 1943, la nuestra fue la primera promoción  de chicas en salir de las aulas. Si en las monjas aprendimos a escribir nuestro nombre,  los Hermanos nos enseñaron a descubrir nuestra identidad, académica y espiritual. Al  enigma azul de las monjas, siguió el negro de los largos hábitos de los frailes y su  babero blanco, que tanto nos recordaba a nuestro cuello almidonado. Sus vestiduras  imponían respeto; eran santo y seña de su carisma y de su vocación: testimonio vivo  de la fe que tan sutil y cuidadosamente nos transmitían. A través de la formación  académica, aderezada con foros de debate sobre temas religiosos y filosóficos;  talleres (como el boletín escolar que imprimíamos a ciclostil) y grupos juveniles, fuimos  nutriéndonos de conocimientos y ciencia. Pero no de la ciencia de la razón, sino de la  sabiduría con minúsculas: de esa grandeza encerrada en las cosas pequeñas. De su  mano aprendimos a fundamentar nuestra vida en la humildad y la sencillez, fuentes  inmarcesibles de toda sapiencia. Un legado que, poco a poco, me resultó familiar. En  casa, y en mi padre, vi el ejemplo más vivo de esa pequeñez, de esa sencillez, de esa  bondad, de esa fidelidad que dignifican la historia de todo hombre y que él también  aprendió al lado de los Hermanos: en las horas vespertinas de clase después del 

trabajo en el campo, se instruyó en la lectura, a sumar y a restar; en las tandas de  ejercicios espirituales, en la ermita, la fidelidad y la confianza en Jesús, el Maestro; en  las jornadas de sabatinas, cultivó la devoción a la Inmaculada Concepción. Con el  paso del tiempo y, ya como antiguos alumnos, el tradicional chocolate con torta  después de la misa en su honor, se convirtió en cita ineludible. El trayecto de la iglesia  al colegio junto a mis padres emerge vívidamente; bastaría alargar mi mano para  abrazarlos a los dos de nuevo. Pero, al hacerlo, el abrazo se quiebra en el espacio;  pero no en el corazón, donde me enhebro a su recuerdo y me experimento abrazada.  De todo ese dulce poso de sabiduría en miniatura fueron responsables los Hermanos.  

 Como también fueron artífices de las raíces de nuestra trayectoria profesional.  De sus lecciones de vida y de ciencia, saltamos al campo de batalla brillantemente  preparadas para ir ascendiendo por las lides del saber. El último día en el colegio,  después de ir a Toledo a examinarnos de la reválida, con apenas catorce años,  salíamos con el título de Bachiller Elemental debajo del brazo. Nunca olvidaré la  víspera del examen. El hermano Juan, profesor de matemáticas, nos reunió en el aula.  Sentadas en la mesa, nos dijo que empezáramos a repasar; eso sí, sin mirar el libro.  ¡A todas nos pareció algo insólito! Solas frente a las páginas, teníamos que hacer  memoria visual de todo lo aprendido en el curso. La experiencia resultó provechosa y  enriquecedora. A partir de entonces, en la Universidad Laboral de Cáceres y luego en  la Complutense de Madrid, la víspera de los exámenes siempre fue mi día de fiesta.  Su didáctica, su disciplina, sus metodologías eran aleccionadoras: los “Cuadernos de  comprobaciones”, la “cartilla escolar”, los reyes godos, el francés, el hermano Teodoro  y su improvisada papelería debajo de la escalera… Un universo sutilmente remecido  de espíritu, de ciencia y de vida.  

De los frailes de La Salle aprendimos a compaginar los estudios con la fe; a  proyectar nuestro ser en el Ser de Dios. Aprendimos a respetar a los demás y a  nosotros mismos, así como a valorar la importancia de la educación. La campaña  organizada para difundir el uso del PF (por favor) –recuerdo especialmente al hermano  Abilio al frente de ella- duró un mes entero, pero nunca se borró de nuestro  vocabulario. De ellos aprendimos el valor de la cultura. Cómo no recordar el cine: esa  enorme pantalla blanca a través de la cual ampliamos nuestra visión del mundo los  domingos por la tarde. Dudo si obviarlas, o no; pero la lucha para conseguir una  entrada en la taquilla del colegio, después de misa mayor, era apoteósica. Pero, ahí  queda, escrito; porque forma parte de esa fascinante etapa vivida en La Salle. En  definitiva, de la excelencia educativa personificada en el colegio “Dulce Nombre de  Jesús”, de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. 

¡Qué lejos la infancia!, escribo. Pero, tal vez, no deba hacerlo; porque los  conocimientos que los Hermanos sembraron en nosotros definen nuestra manera de  ser y de estar en el mundo. Paraíso en blanco y negro, sólo en sus hábitos; exquisito,  cooperativo y multidisciplinar, su ideario. Por eso, evocar aquel tiempo es revivirlo con  inmenso afecto y suma gratitud.  

                                                                                                                                      Isabel Martínez Moreno